Albada Despiértate. La cama está más fría y las sábanas sucias en el suelo. Por los montantes de la galería llega el amanecer, con su color de abrigo de entretiempo y liga de mujer. Despiértate pensando vagamente que el portero de noche os ha llamado. Y escucha en el silencio: sucediéndose hacia lo lejos, se oyen enronquecer los tranvías que llevan al trabajo. Es el amanecer. Irán amontonándose las flores cortadas, en los puestos de las Ramblas, y silbarán los pájaros –cabrones– desde los plátanos, mientras que ven volver la negra humanidad que va a la cama después de amanecer. Acuérdate del cuarto en que has dormido. Entierra la cabeza en las almohadas, sintiendo aún la irritación y el frío que da el amanecer junto al cuerpo que tanto nos gustaba en la noche de ayer, y piensa en que debieses levantarte. Piensa en la casa todavía oscura donde entrarás para cambiar de traje, y en la oficina, con sueño que vencer, y en muchas otras cosas que se anuncian desde el amanecer. Aunque a tu lado escuches el susurro de otra respiración. Aunque tú busques el poco de calor entre sus muslos medio dormido, que empieza a estremecer. Aunque el amor no deje de ser dulce hecho al amanecer. —Junto al cuerpo que anoche me gustaba tanto desnudo, déjame que encienda la luz para besarte cara a cara, en el amanecer. Porque conozco el día que me espera, y no por el placer.